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CARACAS — La conversación había sido anunciada para las 17:00 de aquel jueves 7 de marzo. Ya estamos frente al público cuando la repentina oscuridad arranca expresiones de sorpresa y disgusto. Acostumbrados a las constantes fallas eléctricas desde 2009, nos resignamos a esperar el regreso de la luz bajo los tenues focos de emergencia de los pasillos del centro comercial, afuera de la librería. Transcurridos veinte minutos, los organizadores deciden hacer la charla en el vestíbulo, a la entrada del cine: improvisan un pequeño foro, se disculpan por la falta de sonido y con la consigna de “tenemos que seguir resistiendo” dan paso a los gritos del primer expositor.
Sobre las 19:15 susurra un colega: “Parece que el fallo fue en la represa de Guri. No tengo señal”. Yo tampoco: el móvil indica “sin servicio”.
En el brindis bullen las especulaciones: ¿se iría Nicolás Maduro? ¿Encarcelaron a Juan Guaidó? Consigo aventón con uno de los promotores del evento. A esa hora, casi las 20:00, es obvio que se trata de un corte de energía masivo. En la autopista Francisco Fajardo, ruta este-oeste, cientos de personas caminan por el arcén. Solo hay luz en Ciudad Banesco de Bello Monte, el edificio de una entidad bancaria, y en los pisos superiores de la tétrica sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), en Plaza Venezuela. Desde el vehículo todos intentamos comunicarnos, sin éxito, con nuestros cónyuges.
Alumbro las escaleras con la linterna del teléfono. Encuentro a mi esposa desencajada ante una vela: sin noticias de su madre, quien padece alzhéimer y está interna en una casa de reposo. Pero no podemos meternos en la noche y arriesgar la vida: Caracas es hoy la ciudad más peligrosa del mundo. También es probable que sea la capital latinoamericana menos dotada de servicios: transporte, alumbrado público, seguridad civil y, por supuesto, agua, luz y gas doméstico. En veinte años, la Revolución bolivariana obró el milagro de convertir una pujante urbe en una realidad distópica: anárquica, primitiva, inhumana.
El viernes, segundo día del apagón, nos aseamos con dos jarras de agua —el surtido depende de la electricidad— y salimos a pie hacia el este. El metro no funciona. No hay taxis ni dinero en efectivo; tampoco internet ni telefonía. Vemos gente con viandas camino a trabajos a los que no podrán llegar. A un costado de la estación Colegio de Ingenieros un viejo vende café de un termo. Reunimos 100 bolívares y atenúo mi enganche con la infusión.
La residencia de ancianos tiene, apenas lo descubrimos, planta eléctrica y pozo artesiano. Allí recargamos los celulares. Entran tardías comunicaciones de WhatsApp: en el extranjero nuestros familiares viven su propio y mortificante apagón al no saber cómo estamos. Respondo como quien lanza una botella al mar. Utilizo el baño, pero no alcanzo a ducharme; mi esposa tiene más suerte. Las enfermeras relatan cómo lograron llegar esa mañana: en moto, el carro de un hermano, caminando. Cuentan que dos emisoras chavistas estaban al aire: desde ellas se insistía en que el colapso es obra de Estados Unidos, el senador estadounidense Marco Rubio y la oposición venezolana. La tesis, en fin, del régimen de Maduro: “Ataques cibernéticos y electromagnéticos”.
Regresamos a casa. Pasa una buseta con hombres que cuelgan de las puertas. En el bulevar de Sabana Grande vemos una tienda de zapatos abierta y en penumbra. Almorzamos fiambres a esa extraña temperatura de las cosas sacadas de una nevera que se derrite. Nos queda media botella de agua. De pronto, el WhatsApp enloquece: docenas de textos de otro tiempo, ráfagas de mensajes que no pueden contestarse. Uno es de mi madre: “Esto parece una boca de lobo pero, flaco, tampoco hay comida”.
A las 16:05, después de veintitrés horas sin servicio, vuelve la electricidad, pero se corta menos de media hora después. Retornará a las 23:40 de ese viernes sucio y maloliente: la cara de una revolución que en dos décadas solo ha fabricado pobres, emigrantes y fallecidos por hambre o negligencia; un proyecto político que prometió libertad, justicia y bien común, pero que únicamente ha generado calamidades sociales y económicas, desprecio por las formas civiles y desesperanza.
El sábado, antes de caminar otra vez a la residencia de ancianos, nos quedamos de nuevo sin energía. Temprano —en un flash de internet— vi el video del ministro de la Defensa mientras recorre un trozo de la ciudad cerca del Fuerte Tiuna, sede de su despacho. Quiere transmitir calma. Al cierre del micro se escucha la voz de una chica que se impone por encima de las consignas del general y destruye aquella ficción de paz, una frase grosera y categórica, definitiva. Juan Guaidó había convocado marchas hacia la avenida Victoria. Hubo represión, pero también gente concentrada en torno a la tarima donde el presidente encargado pudo exponer sus propuestas para atajar el prolongado abandono de la infraestructura del país.
Nos regresa a casa el marido de una enfermera. Cocinamos todo lo que aún tiene buen olor y aspecto, tres raciones decentes para continuar en pie. Alrededor de las 19:00 un nutrido cacerolazo, espontáneo y rabioso, drena algo de angustia. Nada de señal telefónica. Las pilas, menos de veinte por ciento de carga. Cielo sin luna.
Domingo, tercer día de apagón. Nos sorprende el aviso de WhatsApp de mi hermana: en el suroeste hubo unas horas de luz. Trae agua y desayuno —guardamos parte como cena—. Hacia las 10:00 reaparece la electricidad. Se va entre las 14:05 y las 15:40.
El lunes tomo mi primera ducha en cuatro días: el condominio decide bombear la reserva. Improvisamos depósitos. Voy a la panadería y al supermercado, pero están cerrados. Hay gente con envases buscando dónde llenarlos. La luz muere cuando casi entro al ascensor. Retorna a los minutos junto con la conexión a internet.
Desde entonces en el sector del centro de Caracas donde vivo no ha vuelto a fallar la energía, pero las dificultades se agudizan: decae el servicio de agua, el metro no funciona por completo, algunas zonas superaron las cien horas sin electricidad. El acceso a internet —bajo el control de una compañía estatal— resulta azaroso. Escasea el dinero en efectivo, pues hay restricciones para obtenerlo.
El miércoles aparece el chico del agua potable: “Está a un dólar, jefe”. Molesto, le digo que lo olvide. “Bueno, por ser cliente viejo le acepto la transferencia en bolívares”. Compro el líquido y salgo a probar fortuna: queso, huevos, cualquier proteína.
Subo a la avenida Panteón, donde suelen instalarse algunos bachaqueros —comerciantes que venden con sobreprecio alimentos de la llamada “cesta básica”— y hago nueva cuenta del fracaso de la Revolución bolivariana: los fallecidos en los hospitales por inoperancia de plantas de emergencia, las pérdidas materiales en los cientos de negocios saqueados, los millones de compatriotas que abandonarán el país en las próximas semanas y meses ante la oscura perspectiva de una sociedad desmantelada y una economía devastada en la que el dólar estadounidense se ha convertido en moneda de uso corriente.
Pero, sobre todo, la abulia de unas autoridades que, en lugar de ayudar a la colectividad en momentos de conmoción nacional como los vividos a raíz de la falla eléctrica —distribuir agua, ofrecer ayuda en tiendas de campaña para urgencias médicas, habilitar transportes—, prefirieron encerrarse en sus gabinetes ministeriales, construir argumentos extraños y, como proceden desde hace cuatro lustros, negar la realidad.
El chavismo, no quepa duda, es una ruina: el ruinoso apagón de una república.